(miComunidad.com) El apóstol Pablo, en su carta a los Gálatas, escribe una de las declaraciones más profundas sobre el misterio de la encarnación: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4). En esta frase se concentra el plan eterno de Dios, ejecutado en el momento perfecto y de la manera más precisa. No hubo improvisación: el nacimiento de Cristo sucedió cuando todo el escenario histórico, cultural y espiritual estaba preparado para la llegada del Salvador.
Decir que Jesús fue “nacido bajo la ley” significa que, al hacerse hombre, se sujetó a las mismas exigencias que cualquier judío de su tiempo. La ley mosaica —con sus mandatos ceremoniales, morales y civiles— fue el marco dentro del cual Jesús vivió, obedeció y cumplió a la perfección. No vino a ignorarla ni a rechazarla, sino a cumplirla en cada detalle, como Él mismo afirmó: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5:17).
Su vida fue una demostración palpable de obediencia: fue circuncidado al octavo día (Lucas 2:21), presentado en el templo según la tradición (Lucas 2:22–24), obedeció los principios morales de amar incluso a sus enemigos, habló siempre con verdad, y honró a las autoridades pagando impuestos (Mateo 22:21). Su relación con la ley no fue pasiva; Él la cumplió con una obediencia activa, perfecta y constante.
La razón de este sometimiento no fue otra que la redención. La humanidad estaba condenada porque nadie podía cumplir la ley en su totalidad. Como dice Pablo: “Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). La ley revelaba nuestra incapacidad y nos colocaba bajo maldición (Gálatas 3:10). Por eso era necesario que viniera Uno que sí pudiera vivir bajo la ley sin quebrantarla jamás. Solo así estaría calificado para convertirse en el Cordero sin mancha que quita el pecado del mundo (Juan 1:29).
Jesús, al vivir bajo la ley y cumplirla sin defecto, cargó en la cruz con la maldición que nos correspondía a nosotros. Allí, según Colosenses 2:14, canceló el acta de los decretos que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz. Su obediencia perfecta, sumada a su sacrificio, nos libra de la condenación, nos otorga perdón y nos abre la puerta a una nueva realidad: la adopción como hijos de Dios.
El hecho de que Cristo naciera bajo la ley marcó el inicio del fin del antiguo pacto. La ley había servido como un “ayo” o tutor que nos guiaba hasta Cristo (Gálatas 3:24). Pero con la venida del Hijo de Dios se inauguró un nuevo pacto basado no en obras ni en ritos, sino en la gracia y en la fe. Por eso Pablo concluye: “Cristo es el fin de la ley para justicia a todo aquel que cree” (Romanos 10:4).
Ser “nacido bajo la ley” no solo confirma la plena humanidad de Jesús, sino también su misión redentora. Él compartió nuestras limitaciones, se identificó con nuestras obligaciones, y al mismo tiempo abrió el camino para que nosotros, incapaces de cumplir la ley, fuéramos justificados mediante la fe. En Cristo, ya no somos esclavos bajo la condena de la ley, sino hijos adoptivos que recibimos herencia eterna e incorruptible (1 Pedro 1:4).
Así, la expresión de Gálatas 4:4 no es una simple nota histórica. Es la declaración de que Dios, en su soberana sabiduría, envió a su Hijo al lugar correcto, en el momento perfecto y bajo las condiciones necesarias para que su obediencia y sacrificio nos regalaran salvación. Jesús nació bajo la ley para darnos libertad de la ley, y vida abundante bajo la gracia.